Un buen día apareció, en la baranda de una de las terrazas de mi casa, un pelícano de color de la vainilla y un precioso plumaje azulado.
Estaba hambriento y deshidratado. Le di agua dulce, del grifo, pero a pesar de su sed, no quería beber y la rechazaba. Así una y otra vez.
Recordé que hacía algún tiempo, había leído que el pelícano era el único animal que podía tragar agua salada porque sabía convertirla en dulce. Probé y efectivamente bebió y bebió, hasta hartarse.
Tampoco sabía que darle de comer, imaginaba que le gustarían los peces, pero antes de decidir que hacer, ya se había lanzado hacia uno de los geranios y, con mucha tranquilidad, se comió todas sus flores.
Un pelícano herbívoro, pensé, y aunque muchas otras veces he probado a darle pescado, sigue ahí, apoyado en la pared, picoteando, de vez en cuando, la planta que más le apetece...