Cuenta la leyenda que hace muchos muchos años, un dragón feroz aterrorizaba los alrededores de Montblanch, un municipio de la provincia de Tarragona y que Sant Jordi apareció por allí, justo cuando iba a devorar a la princesa. Semejante hazaña hizo que el caballero alcanzase fama y popularidad.
Como buen caballero, Sant Jordi era amante de aventuras y hazañas y tenía cualidades múltiples, como la templanza, la generosidad y la lealtad. Además, era dado a realizar gestos solidarios, que, en la última ocasión, le acabaron provocando desilusión y desconfianza.
Su última aventura salió mal. Recorrió mucho camino y conoció gentes diversas que, al principio, le hicieron sentirse reconfortado y aceptado. Pero un día triste y solitario, entendió que nada de lo que había visto era verdad y observó, decepcionado, como todos aquellas personas voluntariosas desaparecieron, todas a la vez, como si se las hubiese tragado la tierra. Ninguna se preocupó en preguntar, ninguna se interesó en saber como de triste se encontraba. Y el caballero solo encontraba una explicación: en realidad no le conocían.
Se hallaba desolado, cuando aparecieron otras gentes que le conocían desde hacía tiempo y le tenían en estima. Estaban muy preocupados por él y le consolaron, le aconsejaron que no tenía que andar tan lejanos caminos, le mimaron con deliciosos manjares llenos de azúcar, alguna que le quería mucho y bien, incluso dejó sus batallas laborales diarias y se dedicó a abrazarlo, otra cercana, movilizó cielo, tierra y un colegio entero, para que la aventura acabara bien. Incluso la más veterana de todas ellas, se preocupó como si fuera su hijo. Muchos otros fueron a visitarlo. Y los suyos, a los que quería con toda el alma, los que le conocían de veras, como otras muchas veces, se unieron para quitarle la pena y reafirmarle lo importante que era para cada uno de ellos.
Y el caballero entendió, esta vez sí, que la generosidad y la lealtad era mejor dejarla para los más cercanos, y que tenía que llenar cada uno de sus días con pequeños gestos. Y comprendió, esta vez sí, que hay quien cierra los ojos ante situaciones injustas, sobre todo cuando no son las suyas. Y aprendió, esta vez sí, que no le quedaba más remedio que aceptarlo... y se quedó tranquilo.
